No eran las luces del día las que
abrazaban su corazón, ni la necesidad de gritar con todas sus fuerzas las que
hacían de su vida un camino intransitable. Ya no sentía, no vivía, solo dudaba
de la existencia de un futuro que abriese sus brazos a tanta soledad. Más allá
de las cumbres que con silencio se encanaban en su cabeza, más allá del retiro
hacia la poco aconsejable sensación de morir, más allá de todo ello. Estaba
viva. Sin desearlo, sin implorarle. Viva.
La soledad, la que muchos
ensalzaban como terreno de libertad y augurio del disfrute humano no era más
que la condena de quien sin llegar a precipitarse en el abismo de la locura
deseaba la compañía, su compañía.
Hacía años que nada era igual. La
metamorfosis se hizo evidente en el mismo día de su desaparición conservando el
dolor dentro de un corazón que latía por propio impulso y necesidad de riego en
su cuerpo, por nada más. Y sin embargo no era capaz de soportar su latido. Latido
que le recordaba que ella estaba viva sobre un mundo en el que los recuerdos
formaban la ecuación de un futuro sin él.
Las cinco de la tarde de un día
cualquiera de un mes de verano y la playa era para sus ojos la presencia de un
desierto lleno de almas en las que las risas mantenían el ambiente veraniego en
todo su apogeo. Niños que corrían y saltaban sobre las olas con sus flotadores,
risas por doquier mientras su corazón lloraba.
Las cremas de protección solar
surcaban los cuerpos de un ambiente festivo mientras ella buscaba su propia
protección a un dolor que no desaparecía, a la soledad impuesta por la pérdida.
A la soledad de un corazón que seguía latiendo y buscaba su mirada en el
horizonte entre cuerpos que paseaban por la orilla.
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